Por Esther Ramírez Matos, psicóloga y terapeuta familiar.

Me reciben con una expectación preciosa, la madre de uno de ellos ha entrado en las fronteras de lo que antes era una escuela abierta.  Se le ha permitido, previo chequeo de las medidas necesarias, que pase al fortín donde esperan ansiosos que alguien distinto a sus maestras les cuente algo diferente. Están todos con sus caritas medio tapadas con las mascarillas que intentan torpemente parecer simpáticas con estampados infantiles. Me produce tristeza, pienso una vez más en que parece que vivimos una película de terror. Dejo pasar esta idea, me he prometido no juzgar en la medida de lo posible, he venido para escucharles, para facilitar que aunque sea a través de sus trapitos, puedan contar cómo se sienten con todo este caos que estamos viviendo

Son sencillamente preciosos y preciosas, al contrario de lo que pensaba, resulta fácil que dibujen y posteriormente expliquen sus emociones. Tienen ocho años y saben lo que les pasa. Hablan de agobio, de sensaciones de no poder respirar, de angustia porque creen que, si tienen el bicho, les sale respirando y les viene rebotado por la propia mascarilla y de nuevo para adentro¿estarán hablando de algo más que del virus?, me pregunto.

Cuentan que se sienten enfadados por tantas restricciones, por no poder abrazar y besar, resulta que a las criaturas les gusta besar, eso sí a quien ellas eligen y quieren. Dicen que tienen miedo a que les pase algo a sus seres queridos, ni uno solo habla de morir el o ella mismo, me dicen que les preocupa ser los causantes de que los mayores que aman perezcan¿qué les hemos hecho creer?, ¿cuánta culpa habrán de sanar estas personas?.

Explican claramente que se sienten sin salida, que a veces creen que esto no pasará nunca, ¡para ellos 8 meses es casi un 10% de sus vidas!, hablan de desesperanza y de miedo a cómo será la vida después, nunca antes habían creído que tuvieran que preocuparse por estas cuestiones. Uno a uno, localizan en sus cuerpecitos el miedo, el enfado, el agobio y la preocupación, son tan gráficos que por momentos se levantan y nos hacen reír, nos reímos a carcajadas con sus ocurrencias, bendita risa que me permite respirar un momento y desviar mis ganas de llorar. 

Ha pasado más de una hora y no me quiero ir, quiero abrazarles y decirles que todo irá bien, que todo pasa y todas esas frases que ahora suenan terriblemente vacías. Me contengo porque no quiero mentirles, a cambio de eso les doy las gracias y les digo que yo también estoy así como explican, muchas veces.  Les animo a que lleven sus dibujos sobre sus emociones a casa y lo compartan con sus padres, algunos se niegan y al final un niño se atreve a decir que no les quiere contar nada, que no quiere preocuparles explicándoles que él está pasándolo mal. Me arrugo como una pasa y me cuesta hablar, recuerdo la cantidad de veces que he escuchado esto de “qué bien se están adaptando los niños”, y una vez más todo mi cuerpo se enfada con esa sentencia, me cuestiono de nuevo, ¿se están adaptando o nos están protegiendo?.

Desde que todo esto empezó son ellas y ellos a los que más se ha maltratado sistemáticamente, hemos padecido el confinamiento más estricto de toda Europa y nuestros pequeños no podían pisar las calles, hemos visto parques cerrados, niños en sus casas que saludan a través de las ventanas incluso cerradas para que no se contagien, les hemos etiquetado de potenciales armas biológicas que podían causar la muerte a sus abuelos, les hemos tapado la boca en todos los sitios, incluso en el campo.

Ahora, 8 meses después es tiempo de reflexionar sobre qué más les hemos tapado, cuántas cosas les hemos metido dentro que no tienen salida, y rebotan hacia su interior. Es tiempo de saber que, por suerte, no se están adaptando muy bien, siguen percibiendo que lo que les estamos haciendo no es bueno, que les estamos robando un tiempo precioso para tocar, amar, experimentar, jugar, besar y soñar. Su malestar es signo de salud, señal de que el miedo ha sido tal que les hemos faltado al respeto. Se duelen, se enfadan, se entristecen y gritan. Sólo tenemos que querer escucharles.  

Por un momento esto me da esperanza, me hace creer que ellos y ellas nos van a hacer despertar y darnos cuenta de que nos hemos equivocado. Pienso en cuánto trauma tenemos que restaurar y cuanto perdón tendremos que pedirles cuando veamos su dolor de verdad y dejemos de decir esto de ¡qué bien lo están llevando!

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