Por Esther Ramírez Matos, psicóloga perinatal y terapeuta familiar

Una persona habita un cuerpo recién nacido. Minúsculo pero capaz de sentir y percibir lo que le hacen y lo que le sucede. Los bebés se enteran, pero los adultos no siempre lo tienen en cuenta.


Cuando revisamos la historia reciente de la medicina neonatal nos encontramos con que no siempre los recién nacidos fueron operados con anestesia. No fue hasta los años 80 cuando un médico sensible, el Dr. Anand, empieza a medir y observar el comportamiento de diferentes hormonas durante y después de cirugía, demostrando que estos niños no sólo sentían dolor, sino que tenían una intensa respuesta.
Resulta que las estructuras anatómicas y los sistemas neuroquímicos asociados con la transmisión y percepción del dolor funcionan a finales de la gestación y que el dolor no tratado produce una peor evolución del paciente (Anand y Hickey, 1987). El dolor físico y los cambios en sus cuerpos pudieron medirse, y fue a través de esta evidencia científica que comenzaron a cambiar los protocolos para atender las cirugías de los neonatos.
La comprobación científica parece ser la puerta de entrada para que escuchemos lo que nuestro cuerpo grita. Sin embargo, las madres saben que sus bebés sienten. Se angustian por si les está doliendo una punción en el talón, se preocupan por si les molesta la luz de la UCI de neonatos o por si el ruido les despierta y les hace llorar. Las madres notan en su piel las sensaciones que sus hijos e hijas deben tener en la propia.
Desean acompañarles hasta que se duermen en el quirófano y las llaman sobreprotectoras, les dan teta solo porque sienten que sus bebés las necesitan y las acusan de malcriarles, quieren tomarles en brazos y hablarles y las tildan de locas. Resulta que estas “locas cuerdas” saben, saben más de lo que está comprobado científicamente.
Es cierto que las criaturas no tienen desarrollado el córtex cerebral cuando acaban de nacer. Podría cometerse pues la imprudencia, de pensar que por tanto no recordarán. Desde luego no lo harán con palabras y con imágenes concretas como nosotros podemos recordar el día que les conocimos, pero todo lo que les sucede queda registrado en su cuerpo, y se guarda en las memorias implícitas, las cuales se desarrollan antes de que se elabore el pensamiento simbólico.
Será su cuerpo el que registre las sensaciones y lo recuerde de una manera muy sensible y veraz. De hecho, la amígdala, la región cerebral responsable de las memorias emocionales ya está madura al final del embarazo. Así que sí, lo bebés son capaces de recordar el mimo, el tacto, la sensación que tenían al tomar el pecho y cuando su madre les calmaba o les explicaba que todo iría bien.
La contrapartida a esta maravilla de sensibilidad es que no están exentos de sentir otras emociones como la tristeza o el miedo. Emociones primarias que recorren sus cuerpos y se quedan ancladas en ellos necesitando ser liberadas, exactamente igual que nos pasa a los adultos.
Si un bebé tuvo un despertar repentino de su dulce sueño uterino y fue extraído de su madre tras una cesárea, se enterará, y puede que pase susto y sienta que no era el momento para nacer, necesitando un tiempo para entender que está fuera y que ya comenzó la aventura. De hecho, muchos bebés en estas condiciones pasan horas y horas dormidos o les cuesta tomar el pecho con fuerza y determinación. El contacto amoroso de la madre, su voz y su estimulación servirán de puente para la adaptación a la vida externa.
Situaciones como ser empujado por el canal de parto a través de una presión externa como la maniobra de Kristeller, sentir la presión de la ventosa o los fórceps, haber sido pinchado en el cuello cabelludo para medir su PH, etc.. son experiencias nada gratas que les agreden físicamente y estresan su cuerpo. Estos bebés nacen sintiendo que para venir al mundo han de pagar un precio, el de su bienestar. Venir al mundo duele.
Después de nacer la situación más estresante es que le separen de su madre. Sería como si nuestros hijos caen, se asustan, se hacen mucho daño y van hacia nosotras y algo les impide llegar, van viendo como nos alejamos y se quedan en manos de una persona desconocida o en una fría caja extraña para ellos.
La escena parece sacada de una película de terror, pero no, es lo que les pasa a muchas criaturas que viven así, con esta sensación, su llegada a la vida extrauterina.
El estrés almacenado en sus cuerpos está, no desaparece ni se evapora. El bebé ha vivido un trauma, y este trauma deja una huella en él que en psicología perinatal entendemos como un síndrome de estrés postraumático en el bebé. Nos encontramos con criaturas que lloran desconsoladas a pesar de que sus amorosas madres les toman en brazos todo el tiempo, como si necesitaran desahogar su dolor y nos estuvieran diciendo, “he pasado mucho miedo”.
Hay pequeños que son excesivamente sensibles al ruido y nos cuentan que fue demasiado para ellos tanta estimulación como tuvieron en la UCI. Otros pasaron semanas en la incubadora y ahora ya con sus madres siguen repitiendo los movimientos de estrés de llevarse las manitas a la cara y angustiarse así sin motivo aparente en el presente y parecen vivir angustiados, no le quitan ojo a sus madres e incluso a veces les cuesta quedarse dormidos.
Lógicamente no todos los llantos y malestares de los bebés significan que éstos tengan un estrés postraumático, puede haber otras causas que merece la pena descartar. Sin embargo, urge considerar las vivencias con potencial traumático que han podido transitar para entender la historia completa de este ser humano, para comprender que pudo estar asustado, que puede que aún lo esté y que necesita ser escuchado, interpretado y acogido en su dolor.
No piden demasiado estos pequeñitos, solo lo que a cualquiera nos gustaría si estuviéramos en su lugar. Amor, comprensión, escucha y contención.

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Referencias:
  1. Anand, K. J., & Hickey, P. R. (1987). Pain and its effects in the human neonate and fetus. N Engl j Med317(21), 1321-1329