Muchos padres en duelo han reclamado que no tienen una palabra para denominarse, como sí la tienen los viudos o huérfanos. Sin pretender acotar las experiencias de cada familia, es verdad que por lo general el haber tenido un hijo, y un hijo que ha fallecido, cambia lo más profundo de la identidad.
Por Pilar Gomez-Ulla y Manuela Contreras
Cuando el bebé muere apenas ha comenzado su vida, sea en el vientre materno o después de nacer, hay pocas personas que le han conocido directamente. Pocos familiares o ninguno han visto su rostro, algunos no saben si tiene nombre. En ocasiones no hay contacto con el cuerpo (no lo han visto, se ha quedado a cargo del hospital), ni rituales de despedida (funerales, entierros o cualquier otro encuentro social donde honramos estas vidas). Así, la sociedad parece guardar silencio ante la vida y muerte de estos pequeños.
Es frecuente que los que rodean a estos padres, y a veces incluso ellos mismos, no pronuncien su nombre, no pregunten por ese parto, no expresen condolencias. No tenemos un patrón de comportamiento aprendido para estas situaciones, excepto el silencio, así que muchas personas callan.
Hay silencio institucional también. No poder inscribir al hijo en el libro de familia y registro civil, no tener una foto que mostrar al mundo, no tener una baja o permiso de maternidad o paternidad, son también expresiones de lo que llamamos “desautorizar” socialmente un duelo. El sentimiento que expresan los dolientes es que no se sienten autorizados a expresar tanto dolor, e incluso se preguntan si su tristeza será patológica o estarán perdiendo la cordura. Como si la muerte de su hijo fuera “de segunda”. Como si hubiera un enorme abismo entre su intensa experiencia y la respuesta que perciben del entorno.
Esta vivencia se intensifica cuanto más pequeño sea el hijo al morir, como si las semanas de gestación fueran sumando derechos para ser considerados padres y padres en duelo.
Más silencio aún cuando la muerte del bebé ha sido por un aborto provocado. Cuando una mujer sufre una IVE (interrupción voluntaria de embarazo) es frecuente que su entorno no sepa nada o que espere que se sienta aliviada, puesto que se supone que ella lo ha decidido. En ocasiones el silencio se lo impone su entorno, su pareja, su familia, y otras veces es autoimpuesto porque no se siente legitimada para expresar o porque intuye que no encontrará comprensión. Lo mismo ocurre si el aborto se produce tras un diagnóstico de malformación o anomalía congénita. La enfermedad también desencadena un pesado silencio. Son compañeras habituales la vergüenza, la culpa, la ambivalencia y dificultad para tomar la decisión, el amor por el hijo enfermo o fallecido, la soledad, incluso en ocasiones cierto resentimiento porque nadie les ofreció otra salida. Además en el entorno sanitario y en el social también se palpa la incomodidad. Casi nadie da la enhorabuena, ni tampoco muestra sus condolencias, a los padres de un bebé vivo, pero enfermo. Todas estas vivencias se entremezclan frecuentemente en las experiencias de parejas que han pasado por estos procesos provocando más silencio.
Sin embargo, el proceso imparable de visibilizar, compartir, socializar el dolor se fortalece en nuestro país en gran parte por el trabajo de las propias familias. Muchas veces han sido ellas mismas las impulsoras de los cambios en la atención sanitaria y en generar grupos, noticias, acciones.
Las redes sociales han proporcionado un primer espacio para compartir y de encuentro. Ante los sentimientos de soledad, los padres han ido a internet buscando un calor y comprensión que en ocasiones no encontraron en su entorno, convirtiéndose a su vez en una fuente de creación de información y de cultura más allá de los propios dolientes.
Cuestión de identidad
Muchos padres en duelo han reclamado que no tienen una palabra para denominarse, como sí la tienen los viudos o huérfanos. Sin pretender acotar las experiencias de cada familia, es verdad que por lo general el haber tenido un hijo, y un hijo que ha fallecido, cambia lo más profundo de la identidad. Dado que no hay en la sociedad un modelo o referente de cómo expresar esta vivencia, desde lo narrativo y con una mirada constructivista, entendemos que se inicia un proceso personal y colectivo de redefinir la vida y la propia identidad.
¿Qué me ha pasado? Uno ya no es una persona que no tiene hijos. Pero quizá no tiene ningún hijo vivo. ¿Soy madre? ¿Soy padre? Cada persona, pareja y familia debe reelaborar su propia respuesta en un gran esfuerzo reconstructivo. Así, algunas preguntas en nuestro entorno como “¿tienes hijos?”, “¿cuántos hijos tenéis?”, se vuelve un aguijón que sigue clavándose por mucho tiempo.
Yo misma, Pilar, experimenté esta profunda crisis de identidad. Yo había parido tres hijos. Alejandro tenía cuatro años. Después de él nació prematuro nuestro segundo hijo, Camilo, que murió a los siete días. Después nació y murió nuestra tercera hija, María. Cuando me disponía a ir a recoger a Alejandro al colegio, a menudo me sorprendía a mí misma diciendo “voy a por los niños”. O planificaba “dejar a los niños mañana en casa de tu madre”. Sólo había un niño que recoger o llevar, pero una y otra vez hablaba de mis hijos en plural. Comentaba con mi marido, un poco asustada, estos lapsus repetitivos. En el diálogo comprendimos que yo era, y me sentía, madre de familia numerosa. Era algo más profundo que saber contar bien el número de niños presentes, era una cuestión de identidad. Era yo quien me estaba reconociendo de nuevo. La maternidad me había ido cambiando con cada criatura, y necesitaba integrar la misteriosa experiencia: nuestros hijos amados no estaban en casa, pero formaban parte de lo que entendíamos por “nosotros”.
El dolor se transforma y se suaviza pero puede permanecer en un lugar del corazón de la familia: los aniversarios, los momentos especiales, las alegrías y las celebraciones cambian. Muchas dimensiones de la vida, de la pareja, de la sexualidad, de la profesión, se transforman cuando en nuestro vientre se ha gestado, amado y despedido a un hijo. También pueden resurgir una alegría y amor renovados.
Los actuales modelos de duelo, menos lineales y normativos, más de integración y flexibles nos ayudan a comprender que la relación con el hijo o hija cambia porque está viva. El vínculo no muere, y en ese sentido son padres y madres los dolientes.
(Fragmento del libro “Duelo Perinatal”, de Pilar Gómez-Ulla y Manuela Contreras García, Síntesis, 2021.)
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