Por Francisca Fernandez Guillén

Me piden que hable de la lactancia natural como alimento. Y sí, también es un alimento, el primer alimento humano, pero es mucho más, por supuesto.  Para mí, dar teta a mis hijos ha sido sobre todo un acto de deseo y de placer.
Se puede hablar del placer que nos da comer cualquier cosa, hasta insectos fritos.  S

e puede hablar de la leche materna como alimento y de sus bondades para la salud de los niños, de que aumenta sus defensas, de que disminuye la incidencia de enfermedades como al diabetes o la obesidad infantil… También se puede criticar a las grandes compañías farmacéuticas por introducir sus leches artificiales en países pobres y causar con ello muerte y desnutrición.  Se puede abordar la cuestión de la lactancia materna desde muchos puntos de vista, pero ¿Y el placer?  Y no me refiero al placer “del deber cumplido”, de la satisfacción moral, del sacrificio materno por dar a tu hijo “lo mejor”.  Me refiero al placer físico, sensorial y espiritual de amamantar, el mismo que puede haber en hacer el amor o en comer un plato delicioso, que estimule tus sentidos y eleve el espíritu, que te haga disfrutar intensamente del momento.  A mí, y a muchas mujeres, amamantar a nuestros hijos nos ha producido este tipo de placer.  En cuanto a los niños, sólo hay que ver sus expresiones de goce cuando toman teta en el regazo materno.  No creo que los rostros de los clientes de Ferrán Adriá puedan llegar a ser tan elocuentes.

En nuestra cultura, como decía antes, se puede hablar de gusto o placer sobre casi cualquier cosa, pero sobre la lactancia, el placer es tabú, es pornografía pura.  Sin embargo, como cualquier otro aspecto de nuestra vida sexual (engendrar, gestar o parir) amamantar puede ser una experiencia muy gozosa. Es tan común oír a las mujeres decir que amamantan porque “es lo mejor para mi hijo”, “lo ha recomendado el pediatra”, decir que le darán teta en un margen de tiempo cada vez más reducido, decir que tienen grietas en los pezones, que sangran, que sus pechos se ingurgitan… ¡Hay tanta obligación y tanta dificultad!  Es como si, sobre la comida en general, sólo oyésemos hablar de indigestiones, ardores, úlceras, prisa por terminar, qué lata, a ver si acaba la hora de comer…  Un marciano que nos visitase pensaría que comer es un proceso biológico humano inevitable pero profundamente desagradable.  No se imaginaría que pudiera haber restaurantes de lujo en donde la gente pagase… ¡Por comer!

Cada vez que oigo las explicaciones de una asesora de lactancia: “coloque al niño en posición perpendicular al pecho pero ligeramente inclinado”, “la mejor postura es cruzado sobre el vientre, con el ombligo girado hacia su ombligo”, “no lo coloque mirando al cielo”, “el aumento de peso del bebé deberá acercarse a 200 gr por semana” no resisto el sopor.  Reconozco que en un mundo donde las mujeres de mi edad damos teta sin referencias, por “conciencia”, toda esa asesoría es necesaria, pero para mí, que he tenido la suerte de ser amamantada y ver a mi madre y tías dar de mamar, es un acto intuitivo, que nace del deseo, es un acto íntimo y es placentero, es parte de la vida sexual.  Verlo desde el punto de vista higiénico-sanitario es como ver la comida desde el punto de vista higiénico-sanitario: puro aburrimiento, puro sinsabor.

Pero no en todas las culturas ocurre lo mismo.  En Japón, este placer de las madres es reconocido y apreciado, es un valor y un regalo de la naturaleza.  Cuando una mujer da a luz, se la mira con un guiño cómplice, como diciendo “¡Qué envidia! ¡Qué placeres te esperan!”

Criar tampoco tendría por qué ser visto como un acto solitario que “aísla a las mujeres”.  También se puede socializar, por supuesto.  Más incluso que saliendo a comer a un restaurante con los amigos.  Y no me refiero sólo a socializar a tu bebé o relacionarte con otras mujeres que amamantan, se puede socializar con todo el pueblo.  Recuerdo que siendo yo adolescente me sorprendía mucho que el director del banco, el notario, el farmacéutico, el terrateniente, tuvieran tantas deferencias con mi abuela, que se casó con un hombre del campo y vivía humildemente, sin relación aparente con aquellos próceres locales que salían a recibirla, la colaban en el despacho, la saludaban con afecto, le hacían favores…  Mi abuela los trataba con una familiaridad incomprensible para mí y se intercambiaban sonrisas cómplices. Un día le pregunté y me dijo “a todos estos, a todos, los he tenido aquí en mis brazos desnuditos, mamando tan felices”.  Me quedé patidifusa.

Me contó que mi abuelo se enfadaba con ella porque se pasaba las mañanas y las tardes dando teta por ahí a los niños de cualquiera que se lo pidiese.  En aquélla época de postguerra, no era extraño que algunas mujeres trabajasen como “amas de cría”, pero mi abuela no, mi abuela no cobraba, lo hacía ¡Por gusto!  Me contó que producía tanta leche que un día en que mi abuelo le impidió salir a amamantar le salió a chorros de los pechos, le empapó el vestido, le escurrió por las piernas y le encharcó los zapatos, que le hacían “chof, chof” al caminar.
Esta idea de lactancia y placer debió quedárseme grabada muy profundamente, pero no volví a acordarme del secreto de mi abuela hasta muchísimos años más tarde, cuando yo misma fui madre y amamanté a mi primera hija y a mis gemelos.  Jamás tuve dudas de que se podía amamantar a dos, a tres niños…  De hecho, les di teta a los tres al mismo tiempo.  Cecilia mamó hasta los siete años y los niños hasta los cuatro y medio. Nunca me planteé destetarles, ya se destetarán ellos cuando les parezca, pensé.  Y así fue.  Conozco una asociación de lactancia materna que tuvo la buena idea de llamarse “HQTQ” (Hasta Que Tu Quieras), porque la pregunta del millón, la que les hacían constantemente, era ¿Hasta cuándo tengo que dar teta?  Pues eso, hasta que se quiera: querer, amar, desear, ese es el sustrato de la leche materna.

A lo largo de los años, muchas madres de gemelos me han preguntado si era posible amamantar a dos niños a la vez y cómo hacerlo, y yo no sabía muy bien qué responderles, no se me da bien dar explicaciones sobre esto, es como describir a alguien qué es un beso y la manera correcta de besar o de hacer el amor… ¡Se me hace tan artificial y difícil!

Ahora que caigo, siempre he pensado que mi abuela tenía antepasados asiáticos: ese tipo, esa piel, esas cejas de japonesa.  A veces he fantaseado con la idea de que descendía de esa famosa embajada del Japón que se arraigó en Sevilla en el siglo XVI (somos de la serranía que linda con el norte de la provincia) y cuyos descendientes, mezclados por generaciones con los lugareños, se apellidan precisamente “los Japón”.  Ese amor a la lactancia ¿no le vendría también de sus antepasadas niponas?  Pero esa, es otra historia.

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Artículo publicado originalmente en la obra colectiva “ALIMENTACIÓN, CREENCIAS Y DIVERSIDAD CULTURAL”, dirigida por Salvador Torodo Soria. Universidad de León.  Ed. Tirant Humanidades.  Valencia, 2015