Prólogo del libro Parir, el poder del parto, de Ibone Olza

Cuando empecé a leer Parir, pensé que conocería más o menos el contenido. Por un lado, porque conozco a Ibone desde hace muchos años y hemos compartido opiniones y lecturas sobre el tema y conozco su excelen­te trabajo de activista por un parto respetado. Y por otro lado, porque soy madre de tres hijos y he vivido la expe­ riencia de parir. Sin embargo, el libro me atrapó inme­diatamente, a ratos sorprendiéndome, a ratos emocionándome, recordando mis propias vivencias, y a ratos, también, indignándome
Como en tantos otros temas que nos afectan a las mujeres, mi concienciación con el del parto fue paulati­na: fui abriendo los ojos a raíz de mis propias experien­cias, haciendo un camino desde un primer parto hospita­lario convencional, hasta el tercero y último, realizado en casa. Es desde esta experiencia personal como madre desde la que me propongo prologar Parir, puesto que no soy ninguna experta en la materia, ni pretendo serlo.
Así, antes de mi primer parto sabía francamente poco del asunto. Había oído del parto natural, incluso del par­to en casa… pero nada de eso era mi historia. Yo quería parir en un hospital, con la garantía de tener una atención médica inmediata si el bebe o yo lo necesitábamos. No había hecho ni demasiadas lecturas, ni demasiadas clases de preparación al parto. De hecho, fui solo a una, utilísi­ma, en la que una matrona explicaba muy claramente el proceso físico del parto, lo que más tarde me sería de gran ayuda para sobrellevar el dolor. En general, sentía por el momento del parto más curiosidad que miedo.

Cuando este llegó, me fui al hospital que me tocaba, el de la Concepción / Fundación Jiménez Díaz, en Madrid. En menos de cuatro horas nació Lucas, de manera natu­ral. No pedí la epidural, porque, aunque el dolor era muy intenso, me pareció que podía sobrellevarlo. Lo que no esperaba que se me hiciese tan difícil de sobrellevar fue el trato que recibí: a lo largo de esas cuatro horas me prac­ticaron un rasurado, una lavativa, la rotura artificial de la bolsa, una episiotomía y finalmente la maniobra de Kris­teller, todo ello dolorosamente, y sin que nadie me habla­ra o me avisara previamente. Era, absurdamente, como si yo no estuviera allí. Luego supe, como documenta exten­samente Ibone en este libro, que todo eso forma parte de un protocolo rutinario, desaconsejado por la OMS. Tam­poco dejaron entrar a mi pareja en el paritorio, con el consiguiente estrés mientras yo le llamaba y él trataba de entrar, hasta que lo consiguió. Luego supimos, cuando el hospital contestó nuestra carta de protesta, que estaban valorando el uso de fórceps, y las parejas no pueden estar en esa eventualidad. El médico que me atendió hablaba constantemente con varias personas, entre ellas alguien más joven, imagino que sería un residente; sin embargo, no podía emplear un momento en informarnos a mí y a mi pareja de lo que estaba sucediendo. Parece que tam­bién eso es parte de la rutina. Y que me cosieran dolorosamente la episiotomía sin esperar a la anestesia. Y que se llevaran varias horas a Lucas «a observación» después del parto sin que hubiera podido siquiera tocarlo. Tampoco sabía entonces, como se expone en este libro, que los be­bés se quedan alertas y conscientes en las primeras horas después de nacer, de ahí la importancia de estar junto a ellos. Mi pareja tampoco lo sabía, pero intuyó que no era el momento de dejar a Lucas solito, nada más llegar al mundo. Y corrió tras él al «nido», donde lo dejaron dos horas aparcado. Pegando su cara a la de él, le miró y le habló y le besó, mientras Lucas le miraba y le escuchaba, por primera vez en su vida.
Algo de todo esto recogí tiempo después en un corto, Por tu bien, en el que Luis Tosar interpretaba a una su­frida parturienta. El pasmo de Luis ante la falta de con­ tacto con médicos y matronas, la falta de intimidad, las intervenciones dolorosas sin mayor explicación… eran mi pasmo en aquel hospital madrileño.
A la mañana siguiente, el médico que atendió mi par­to vino a verme. Me preguntó qué tal estaba y se felicitó por lo bien que había ido todo. Le dije que sentía que yo lo había hecho bien, pero que ellos me habían hecho daño. Que me había sentido maltratada. Su cara fue de total y sincero asombro. Había sido un parto breve, ape­nas cuatro horas para una primeriza. Y finalmente no se había complicado ni el niño presentaba ningún proble ma. El médico, sincera y honestamente, no tenía la más remota idea de qué le estaba hablando. Y ahí me di cuen­ ta de que el maltrato que yo había recibido no era ni más ni menos que lo habitual.
Creo que uno de los grandes aciertos de este libro es que analiza y documenta extensamente el porqué de esta situación, y cómo se ha llegado a ella. Lejos de demoni­zar o culpabilizar a médicos y matronas, en Parir se refleja también cómo viven muchos de ellos esta forma de aproximarse al parto. Porque también ellos son a menu­do víctimas de esta violencia obstétrica: particularmente reveladores, y estremecedores, son los testimonios en los que algunos dan cuenta de la masificación y el estrés con el que trabajan y de su sentimiento de culpa y de im­potencia ante el trato que a menudo se da a las parturien­tas en los hospitales.
Parir analiza también, y esto es fundamental, lo que pensamos del parto, lo que sabemos, lo que histórica­mente ha sido el parto, y lo que está en nuestro imagina­rio colectivo.
En mi segundo embarazo acudí de nuevo a la preparación al parto y me encontré con una matrona distinta de la primera vez. Al contrario que aquella otra, en lugar de informar, esta se dedicaba clase tras clase a inculcar miedo. Ponía vídeos truculentos de partos difí­ ciles para justificar las cesáreas, contaba historias de des­garros espeluznantes, para justificar la episiotomía… Cuando llegó el tema de la epidural lo ventiló con una frase: si no quieres que te duela, pídela. Le dije que no estaba informando de los efectos secundarios que podía tener la epidural, entre otras cosas. Para mi sorpresa, fueron las propias mujeres las que no querían oírlo. El parto para ellas era un trámite. Un problema. Cuanto más rápido y menos doloroso, mejor. Aquella matrona estaba poniendo su granito de arena al miedo que rodea al parto en nuestro imaginario colectivo. Estaba colabo­rando para que todas aquellas mujeres fueran pasiva­ mente al hospital, a ponerse en manos del médico para que «les sacaran» al bebé.
Decidí no repetir la mala experiencia del primer par­to. Traté de averiguar si sería posible parir sencillamente en la habitación de un hospital con una matrona, como se hace en otros países europeos cuando no se presentan complicaciones, pero vi que no, que si paría en un hospi­tal convencional, sería de nuevo en el paritorio, como si se tratara de una intervención quirúrgica, aun siendo un parto de bajo riesgo, como era el caso.
Así, acudí a Acuario, el hospital de parto natural si­ tuado en Beniarbeig, en la provincia de Alicante. Aten­dida por el ginecólogo Enrique Lebrero, fue un parto también rápido, también doloroso, pero muy bello. Liam llegó cuando quiso, pasadas dos semanas de la fe­cha prevista. Salió al agua de una bañera en la que me habían invitado a meterme para aliviar el dolor. A pesar de que llegó con cuatro kilos y medio y parecía ya un bebé de un mes, apenas me dieron dos puntos de un pe­queño desgarro. Liam salió al agua caliente y luego des­cansó en mi pecho, plácidamente. Su hermano Lucas ha­bía salido tres años antes como un tiro, empujado por la matrona y rompiéndose la clavícula, en un ambiente de estrés y de tensión. Mi compañero cortó el cordón um­bilical de Liam cuando este dejo de latir, y dos horas des­pués nos fuimos los tres a casa, donde Liam fue recibido por su hermano y su abuela, y continuó sus primeras ho­ras de vida en el mismo ambiente respetuoso y tranquilo con que había nacido.
En mi tercer embarazo volví de nuevo a las clases de preparación al parto. Allí seguía la misma matrona gore de la otra vez, impartiendo miedo, inculcando obedien­cia. Esta vez traté de compartir lo que había sentido, so­bre todo en mi segundo parto. Quería decirles que, cuan­do el parto no tenía complicaciones, era seguramente la experiencia más intensa que una mujer puede tener. Que­ría decirles que no tuvieran miedo, que lo vivieran. Y, sobre todo, quería decirles que no renunciaran a estar en el centro de su propio parto. De nuevo, no lo quisieron oír. Mi último hijo, Dani, nació en casa atendido por la matrona Anabel Carabantes. También es un servicio que forma parte de la salud pública en otros países de nues­tro entorno, pero que no es una posibilidad en Madrid si no era pagándolo. Mi casa cumplía con el requisito de estar al menos a media hora de distancia de un hospital, y era el tercer parto tras dos sin complicaciones. Fue el más rápido y el más doloroso. Pero me dormí junto a Dani en mi propia cama, a las pocas horas de su naci­miento, y sus hermanos lo conocieron por la mañana, antes de ir al colegio. Poco después, Dani paseaba con su padre por el parque, pegado a su pecho.
Parir no ha sido para mí, ni siquiera la primera vez, un trago. Parir ha sido más bien la experiencia más inten­sa, profunda y animal de mi vida. Es cuando me he senti­do, no más cerca de la naturaleza, sino parte de ella. Una amiga me había dicho: te sientes como una vaca. Me sen­tí vaca, y fiera, y volcán y muchas más cosas. Pero sobre todo sentí una potencia que no sabía que tenía. Una ca­pacidad infinita de desgarrarme, de empujar, de dar. Ibo­ne recoge en su libro los testimonios de varias mujeres que dicen sentir que se van a morir. En mi tercer parto sentí que me estaba partiendo por la mitad. Y, sin em­bargo, seguí empujando. Aun pensando de verdad que me iba a costar la vida, y el dolor era inhumano, seguí adelante. Y cuando todo pasó, me sentí invencible.
Porque el parto es pura fuerza. Pura potencia. Me pregunto si no será esa la razón, en el fondo, por la que se trata de controlar. Porque si las mujeres somos capa­ces de sentir que nos estamos muriendo, pero seguimos adelante, es que somos en realidad capaces de todo. Ha­yas parido o no. Como mujeres, tenemos esa capacidad. Rodearlo de miedo es neutralizar esa potencia. Es, una vez más, echarnos de un espacio que nos pertenece.
ICÍAR BOLLAÍN

Extraído del prólogo del libro Parir, el poder del parto, de Ibone Olza