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“Palabra de Madre. El Poder de la Maternidad”… y del comadreo

Por Iliana Paris, psicóloga

 

Hacer una reseña de este libro se me antoja una tarea difícil. Hay algo de lo que quiero transmitir aquí que me resulta inasible a las palabras. Así que intentaré aproximarme lo más posible a ello, cercándolo, pero sabiendo que parte de la experiencia vivida quedará, no obstante, velada; como bien suele suceder con todo aquello que nos toca el alma.

Empecé a leer Palabra de Madre esperando en la consulta de la dentista de mis hijos. Solo iba por la primera página, cuando me asaltó este anhelo: “¡ojalá que esta visita se alargue, para poder leer más!”¡Leer más a expensas de la boquita abierta de uno de mis hijos!, quien, a diferencia de su madre, no lleva mal las sesiones odontológicas. Pensé fugazmente en esto y me di cuenta de que me aferraba en parte a esta idea para esquivar, en cierta medida, el rótulo de “¡mala madre! Egoísta, que solo estás pensado en ti”.Qué curioso, porque precisamente de esto también trata el libro; de todas esas etiquetas que nos autoimponemos ante el más mínimo fallo, ante la más mínima insuficiencia en lograr ser “la madre ideal”, esa imagen perfecta y autoexigente que anida en nuestra cabeza. Así que, ante el efecto y el impacto en mí ya desde los primeros párrafos, me abracé a este deseo vehemente a medida que proseguí mi lectura.

Ibone nos propone en su libro una ampliación de la definición de Comadre. Las comadres son las “madres que se reconocen desde la solidaridad de la tarea conjunta que supone maternar.” (pág. 25). Y así, ella misma, narrando sus recuerdos de ser madre de 3 hijos, las heridas de sus partos y las dificultades en la crianza, se convierte en la comadre de todas y las que la leemos.

Las comadres de verdad, por tanto, se cuentan sus maternidades. Porque una comadre es un lugar seguro donde ventilar nuestros miedos y nuestras culpas, nuestros remordimientos y equivocaciones, así como todos aquellos fantasmas que nos acechan y persiguen, incesantemente. Como por aquel día en el que se nos fue la olla y, por ejemplo, acabamos soltando a nuestra criatura un chillido feroz (y no se nos borra de la mente su carita de susto), o por aquel otro en el que estábamos tan cansadas que nos arrepentimos de habernos metido en este embolado de tener hijos; y también está el de aquella ocasión en la que anhelamos una vida muy distinta a la actual. Ante todo ello, la comadre nos escucha atentamente para después decirnos “pero, ¡qué dices!, ¡con lo que has hecho y haces, con lo que has pasado y la pedazo de madre que eres!” Y nos regala la mirada compasiva y amorosa que en ese momento no podemos darnos nosotras mismas, y tanto necesitamos.  

Y es que Ibone muy bien nos lo dice: “La culpa siempre fue nuestra. Cada vez que una de nosotras se convertía en madre era como si le hubieran regalado la varita mágica. En lo sucesivo podría sentirse culpable de todo, lo grande y lo pequeño, lo feo y lo defectuoso. Entonábamos el mea culpa a lo grande: cubos enteros de culpa, barriles, garrafones. Cualquier culpa cercana o remota, que más daba. Nos la echábamos toda, a veces antes de que a nadie se le ocurriera siquiera echárnosla” (pág. 55).

Si hay un cáncer dentro de la experiencia maternal, éste es la culpa. Porque la culpa es capaz incluso de teñir negativamente los recuerdos más bonitos, ensombreciéndolos hasta llorar.

La clave para evitar que algo así suceda es, precisamente, la de poder tener una mirada compasiva y amorosa hacia nosotras mismas, la de hacer las paces con nuestros desatinos reconociéndonos humanas, falibles y, sobre todo, suficientemente buenas. ¡Gracias Ibone por mostrarnos ese recorrido, tu recorrido!

Por todo ello, Ibone, quiero hablarte de lo que tu libro ha generado en mí, agradeciéndote que hayas escrito este relato tan reparador para ti misma, y que hayas tenido el coraje, y la generosidad, de compartirlo con nosotras, permitiéndonos a través del reflejo de tu propia experiencia íntima (particular, pero universal) sanar nuestras propias heridas.

A medida que te he leído y acompañado en tus recuerdos, me he permitido visitar unos cuantos de los míos, haciendo así, en cierta medida, las paces con ellos. Tu historia ha tocado zonas muy delicadas de mi alma con contundencia, pero también con ternura. Sea como fuere, tus palabras, como todo aquello que proviene del amor, han tenido su efecto, un efecto balsámico, potente, y duradero.

Te conozco de mucho antes que nos viéramos en persona. Tus libros siempre han sido muy importantes en el recorrido de mi propia maternidad. Y es a través de ellos, y de la manera como expresas tus ideas, con un rigor científico aunado al respeto infinito por las madres, que has sido un consuelo, un alivio y un faro, que me ha guiado en muchos momentos; principalmente en la aceptación y sanación de mis cesáreas.

Sin conocernos eras ya una referente, y cuando nos encontramos, la imagen idealizada que tenía de ti se calló al suelo para que apareciera seguidamente una mucho mejor, más bonita, la tuya. Me impactó tu sencillez y tu humildad abrumadora, lo cercana que eres, tu habilidad de reconocerte y confesarte en constante aprendizaje, ¡pese a ser “Ibone Olza”! Me pareció casi increíble. Sin duda, estas hecha de otra pasta.  

Siempre he querido decirte todo esto en persona. Y, pese a que he tenido algunas ocasiones, no me he atrevido nunca; por pudor, quizás, o tal vez porque siempre nos hemos encontrado en contextos académicos/profesionales y me ha costado saltar de ahí a lo personal. Bien, ahora, el motivo ya no importa, y pese al pudor finalmente decido, aun con texto mediante, decírtelo públicamente, puesto que me lo he pensado, y, si tú amorosamente te has desnudado en este libro a modo de “carta para una comadre”, siento que lo propio es que yo te (co)responda de la misma manera.

Así que gracias Ibone por ser como eres, por tu deseo infinito de ayudar a las madres y a sus bebés, por este libro enmadrador de madres que nos abraza y nos consuela, y por haberme brindado la oportunidad de trabajar contigo. Me has enseñado y sigues enseñando mucho; y no solo hablo de teoría.  

 

¡Gracias infinitas, comadre!

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